Por: José Óscar Valdés Ramírez
Kyle Harper, autor de “El fatal destino de Roma” (Crítica, 2019), señaló que el culpable del primer “episodio de mortalidad que verdaderamente merece el apelativo de pandemia” fue un legionario romano a las órdenes de Cayo Avidio Casio.
Este militar dirigió en el año 165 el asalto contra Seleucia del Tigris, una ciudad situada en el actual Irak, durante el gobierno conjunto de los emperadores Marco Aurelio y Lucio Vero.
Cayo Avidio Casio ordenó que la ciudad fuera arrasada y, durante el violento saqueo, un legionario se topó con un santuario dedicado al dios Apolo donde encontró un cofre cerrado. El legionario lo abrió en busca de joyas, pero, en vez de hacerse con un buen botín, liberó un misterioso vapor que se extendió por todo el orbe, originando la que se conocería como peste antonina.
Aquella pestilencia llegó a Roma un año después del asalto a Seleucia del Tigris, tal como recoge en sus escritos el médico Galeno, testigo de excepción de los hechos. Según Galeno, al principio, las fiebres y los vómitos provocados por la pandemia fueron tomados como algo natural. Pero a estos síntomas pronto se sumaron otros más preocupantes, como la tos combinada con la expectoración de oscuras costras procedentes de úlceras en la garganta, o los negros sarpullidos que envolvían a las víctimas según avanzaba la enfermedad.
Galeno, recordemos, era el médico del emperador Marco Aurelio, intentó curar a los enfermos recurriendo a leche de ganado de las montañas y a orina de niño, pero ningún remedio resultó útil.
Los romanos morían por millares, y los que en un primer momento lograron sobrevivir, se lanzaron a los templos a implorar el perdón de Apolo con pobre resultado. Al fin y al cabo, la realidad es que el dios nada había tenido que ver con la pandemia, hoy sabemos que la enfermedad surgió espontáneamente en África y penetró en Europa por el mar Rojo, encrucijada de ese comercio precariamente global desarrollado por los romanos.
Un dato refuerza esta tesis: la península arábiga había sufrido una epidemia semejante a la que azotó Roma en 152, partiendo de los síntomas descritos por Galeno, que aquella enfermedad fuese alguna forma de viruela que se contagiaba fácilmente a través de los estornudos y la saliva. Brotes similares probablemente se produjeron con anterioridad, pero la densidad de población alcanzada por los romanos, sus extensas redes comerciales y sus urbes muy pobladas contribuyeron a que el virus se expandiese, aniquilando a la población a una velocidad nunca vista.
Antes de que llegara la plaga, 75 millones de personas formaban parte del Imperio romano. Los historiadores creen que la mortandad provocada por la pandemia fue de entre 1,5 y 25 millones de personas. Y lo que vino después fue mucho peor, pues la enfermedad siguió golpeando hasta 172, destruyendo por el camino la economía imperial y diezmando el ejército, volviendo tan porosas las fronteras que Marco Aurelio se vio obligado a reclutar esclavos y gladiadores para incorporarlos a las legiones. El emperador logró frenar a los bárbaros, pero los hechos que le tocó afrontar eran solo el preludio de lo que estaba por llegar.
En el año 248 Roma celebraba su milésimo cumpleaños con una agenda cargada de divertimentos. En el transcurso de una generación, aquel festejo sería recordado como un insólito respiro antes de la tempestad. Los militares procedentes del Danubio se estaban haciendo con el control político que hasta poco antes ostentaba la aristocracia senatorial. Los emperadores se sucederían de forma vertiginosa en un ambiente de perpetua usurpación. Y la economía caería en picado, empobreciendo a la población.
Fue la conocida como crisis del siglo III, y causas para explicarla hay muchas. Pero a menudo se olvida un acelerador: la llegada de una nueva pandemia, que recibiría el nombre de peste cipriana.
Cipriano, de quien la peste toma el nombre, era obispo de Cartago a mediados de aquel siglo, y sus escritos aportan un gráfico testimonio de lo que ocurrió. Otras fuentes, como Dionisio, obispo de Alejandría, nos sirven también para situar el origen del brote en 249, fecha en la que consignó su llegada a la ciudad. Desde allí saltó a Roma y, en diversas oleadas, inundó el imperio durante quince años.
Cipriano registró en sus textos que la plaga “afligió ciudades y aldeas y destruyó todo cuanto quedaba de la humanidad, ninguna plaga anterior sembró tanta destrucción de la vida humana”. También enumeró los síntomas de los enfermos, que incluían fatiga, heces sanguinolentas, fiebre, vómitos, hemorragia conjuntiva y graves infecciones en las extremidades. Por último, llegaba el debilitamiento, la pérdida de oído y vista y finalmente la muerte.
Escritos atenienses sostienen que morían en la capital del Ática 5 mil personas al día, mientras que por Dionisio de Alejandría sabemos que la ciudad egipcia perdió 310 mil habitantes de 500 mil. El causante de estos males, aunque tiene similitudes en su sintomatología con la gripe española de 1918, es probable que fuera algún tipo de ébola.
La plaga dejó en coma al Imperio y, a principios del siglo VI, el emperador Justiniano de Bizancio tenía un gran sueño: reunificar los imperios occidental y oriental. Todo parecía indicar que era el hombre adecuado para conseguirlo.
Pero cuando se disponía a acometer la empresa, un pequeño enemigo arribó a sus costas: las ratas.
Las ratas encontraron en el Imperio bizantino un paraíso en el que vivir. Allí contaban con grandes cantidades de grano a su disposición en los silos repartidos por el territorio. El exceso de alimento favoreció que su población aumentase de forma notable. Además, este roedor es muy viajero, y el mundo global creado por los romanos, capaz de transportar hasta Constantinopla hermosas sedas fabricadas en China, permitía al animal acceder a miles de barcos en constante movimiento y desembarcar en multitud de puertos.
El problema es que aquellas ratas no viajaban solas. Portaban una enfermedad desconocida que se hizo notar en 541 y que, un año más tarde, sembró el terror en Constantinopla. El historiador Procopio de Cesarea vivió en primera línea de batalla aquella plaga que, a su juicio, “a punto estuvo de aniquilar la humanidad entera”. Para Juan de Éfeso, líder de la Iglesia ortodoxa y también historiador, la plaga era un castigo enviado por Dios, que dejó caer su ira sobre las ciudades “como una prensa de vino, pisoteando sin compasión a todos sus habitantes como si fueran uvas pequeñas”.
En el caso de Constantinopla, en un primer momento se contabilizaron 5 mil muertos diarios. Posteriormente pasaron a ser 10 mil. Juan de Éfeso sostiene que las autoridades perdieron la cuenta a partir de los 230 mil, cuando se hizo materialmente imposible enterrar los cadáveres de los caídos. Pero ¿qué tenían las ratas de especial? Ellas en concreto nada, pero sus pulgas portaban la peste bubónica, la que tan a menudo asociamos a la Edad Media, aunque nos visitó por primera vez en tiempos de Justiniano, tras originarse, probablemente, en China.
Aquella enfermedad sembró la muerte en distintas oleadas hasta 749, año en que desapareció, de ahí que los romanos tomaron un lema: «Ni animal exótico a la brasa ni rata en el granero».
En México en las primeras décadas del siglo XX y en el mundo estuvieron marcadas por la guerra, que llegó acompañada por los jinetes apocalípticos del hambre y la enfermedad. En México, los años que precedieron a la pandemia de 1918 se caracterizaron por enfrentamientos entre diversos grupos regionales.
A mediados de 1917 el país padecía las consecuencias de la guerra civil: destrucción de campos, ciudades, vías férreas, interrupción del comercio, de las comunicaciones, fuga de capitales, epidemias y escasez de alimentos (Ulloa, 2000: 809). En ese año se inició la presidencia constitucionalista de Venustiano Carranza, que enfrentó graves problemas políticos, militares, económicos, internacionales y sociales.
Después de 30 años de Porfiriato y de siete años de lucha armada, debía institucionalizarse la elección de las autoridades, y la clase militar debía sujetarse a la autoridad civil, así como respetar las garantías individuales. La tarea no fue fácil y Carranza continuó su labor de pacificación y sometimiento de los villistas y zapatistas, así como de otros grupos rebeldes y contrarrevolucionarios.
Las campañas militares agravaron el problema económico del país, debido a la destrucción de las riquezas nacionales y a que gran parte del presupuesto gubernamental se destinó al gasto militar. Una parte importante de la fuerza laboral había muerto o quedó inutilizada por la lucha armada, y otra había emigrado, como hacendados, empresarios y profesionales. Además, la Primera Guerra Mundial impidió que fluyeran a México el comercio y la inversión extranjera, lo que imposibilitó la reactivación económica (Garcíadiego, 2004: 248–252).
Hay diversas estimaciones sobre las pérdidas de vida provocadas por la guerra y la epidemia de 1918, una de ellas cuenta dos millones de habitantes muertos por los conflictos armados y 300 mil por la influenza. (Ordorica y Lezama, 1993: 37–40).
La epidemia se presentó en México durante la segunda ola, en octubre de 1918; primero atacó las poblaciones del norte y se extendió a lo largo del país con gran velocidad. Las vías de entrada fueron el ferrocarril y los barcos. Al parecer algunos contagiados llegaron en el Alfonso XIII, que atracó en Veracruz a principios de octubre, y fueron sometidos a cuarentena.
A la par, la influenza, como se dijo, ingresó por el norte; se reportaron casos en Nuevo León, Tamaulipas y Coahuila. Para el 8 de octubre, tan sólo en el área de Laredo, Texas y Tamaulipas se calculaba que había 12 mil enfermos (Netzahualcoyotzi, 2003: 69–70). Las cifras del 24 de octubre alcanzan un total de 60 mil contagiados en el país. La prensa declara entre mil 500 y 2 mil muertes diarias en México.
En los registros de defunciones del Archivo del Hospital General en la ciudad de México quedó notificado que en el mes de octubre de 1918 se elevaron las defunciones, y que éstas se incrementaron de manera significativa en noviembre (El 5 de noviembre se publicó en la primera plana de El Demócrata la siguiente noticia: «La mortalidad en México aumentó un 200% en octubre».
La causa dominante de este aumento en el número de defunciones fue la llamada «influenza española». Las causas de las defunciones declaradas eran, en su mayoría, gripe y neumonía, seguidas de bronconeumonía y bronquitis, todas afecciones respiratorias de gravedad, se contabiliza medio millón de personas muertas debido a la gripe estacional en la epidemia de 1918, el grupo de edad que presentó mayor letalidad fue el de los jóvenes de entre 20 y 40 años.
El México de antaño no estaba preparado para una pandemia, duro dos años el virus, fue devastador y las reglas son las mismas que nunca acataron, no salgan que contaminan a los demás, no saluden, y no estén en lugares concurridos, después de 100 años seguimos igual, reza, un refrán musulmán: Si hacemos lo mismo con lo mismo, el resultado es lo mismo.
Es importante hacer referencia a la obra de Enrique Ruelas Barajas y Antonio Alonso Concheiro (2010) -hacia el año 2020 se introduce en México un nuevo virus de alta letalidad para el que no existe cura conocida. A pesar de las restricciones en su transmisión (muy corta vida en condiciones ambientales normales), se estima que a causa de él fallece cerca de medio millón de personas. Sin embargo, luego de varios meses, las medidas preventivas introducidas permiten controlar la epidemia.-
¿Cuáles podrían ser los cambios entre hoy y el año 2050 en las condiciones de salud (demográficos, económicos,socioculturales, etc)y en el impacto que estos podrían tener?¿Cuáles podrían ser los principales avances científicos y tegnológicos en el campo de la salud? ¿Cómo afectará todo ello al Sistema Nacional de Salud?
Dicha obra presenta una reflexión sobre la posible y desable evolución del entorno que habrá de definir la demanda de servicios de salud en México, así como del propio Sistema de Salud en México así como del propio Sistema Nacional de Salud.
Algo de la Historia se aprende, la segunda ola es la más destructiva, y esa… aún esta por venir.