Por Luis Macías
Hace algunos días estaba un jerarca obrero, enorme, entrado en canas y kilos, dando una entrevista a un grupo de reporteros.
Les decía que, sin lugar a dudas, este año el país crecería los 3.3 puntos porcentuales o más, estimados por las autoridades bancarias y hacendarias mexicanas.
¡Sin lugar a dudas! Pero cuando lo decía, el líder de los trabajadores pasaba saliva y contenía las carcajadas.
Al final, cuando las grabadoras se apagaron, un reportero le dijo: ya, en serio, realmente espera que este pronóstico se mantenga. Risas. ¡Claro que no! Contestó.
Inmerso en el ajo político y económico del país, la fuente sabía lo que decía y sabía lo que callaba y la escena describía los códigos acostumbrados:
Por un lado la autoridad que jura y perjura y por el otro los medios que publican y republican. Pero ni unos ni otros creen en lo que se ha dicho y unos y otros lo saben.
Así, frente a una situación que puede ser de diversa gravedad, las autoridades pueden, sin embargo, mantener el gesto limpio e inclusive esbozar una sonrisa de confianza, plena, franca y absoluta de que toda va mejor que nunca.
Es posible que una de las principales deficiencias del país esté justamente en la incapacidad de establecer diagnósticos confiables y comunicarlos.
Y si no se tienen números precisos, tampoco se pueden articular respuestas eficientes, a través de políticas públicas específicas para los problemas que se presentan.
Todo mundo sabe eso y a pesar de ello el toro se deja pasar, limpio, rebosante y majestuoso, sobre los capotes de unos y otros, hasta que es demasiado tarde:
Devaluaciones, inundaciones, terremotos, masacres, saqueos, actos de corrupción insólitos e impunes, todo en el mismo costal de la sorpresa conocida y aceptada en silencio. Mejor eso que perder las elecciones.