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El portal
Paseo Colón. Diván de historias El sol se ha ocultado, sin embargo la espera del umbral permanece. Dos batientes de estilo antiguo tan unidos que no recuerdan la última vez que alguien los conmovió, resisten la clave. Está vivo, el tiempo que lo envejece lo atestigua. El aire le oxida, le reseca la piel que está llagada de respirar y profundiza su aliento hasta descubrir sus vetas. También el agua lo desmorona, rebusca en las uniones de los paneles y las molduras.
El paso de las constelaciones, el florecer y el fructificar, el crecer y el soltar. La carrera de las horas, el resplandor y el imperio, el ocaso y el abrigo, continúan labrando lo que el trabajador y el acero comenzaron. La madera, cada año, se despoja de su materia y muestra los años de su infancia y su juventud a los paseantes, aunque pocas veces se detengan a descifrar sus vetas. Su corona ha reverdecido, sus orlas se esparcen como resplandor y su gesto repetido hace de cejas para su rostro largo. Una moldura de volutas contornea sus ojos y su mentón. Dos medallones miran hacia la calle, una barba verde remata su gesto. Los ladrillos de su dintel han comenzado a caerse y da la impresión de sostener, más que dar paso a través del muro. Mientras escuchaba el disonante rodar de los automóviles, una escena le ha conmovido, la pareja que se detuvo bajo su arco. El callaba, ella hablaba suavemente con tono de paciencia, esperanza y ánimo. Ya se había dispersado la congregación que ocupa la avenida una vez terminado el oficio, quedaron solos en la banqueta. Sus brazos suaves intentaban proteger unos hombros anchos, poco más altos que los suyos. El ritmo suave de los tacones arrullaba la noche, un paso poco más torpe lo acompañaba. La mira, su corteza es suave, su follaje arde con vivos colores. Lo mira, un sauce de brazos caídos y tronco fuerte. Cantan sin coro, como si de sí mismos emergiese la música que, entre sus hermanos, sólo poseen las aves, que les prestan la voz y anuncian las vísperas. Son los humanos árboles tan extraños, mudan constantemente su follaje y no acumulan anillos, únicamente su corteza e inclinación delatan su edad. En el verano se afirman ligeros, en el inverno, en vez de perder, acumulan hojas. Procuran crecer juntos y ocuparlo todo, sus ramas constantemente se entretejen, cargan frutos que se quejan de madurar. Un árbol común, al crecer se ofrece al fuego o al serrote, a la música o al arte. Procura distanciarse para no robar sol a los otros, se ocupa de sus inquilinos ofreciéndoles sombra, frescor y alimento. De esta manera pasa muchos y largos años, siendo habitado por generaciones de criaturas. El hombre en tanto, es un arbusto pequeño, de crecimiento inquieto y hoja sutil. Pero, de vez en cuando, es un árbol increíble, que baja sus ramas para cuidar los brazos ajenos, que se despoja de sus frutos para regalarlo a los hambrientos y que abre su tronco para calentar al triste. En ese momento, el hombre y la mujer amante, se vuelven árboles inmensos, árboles eternos.
Abraham Martínez Toluca, enero de 2017
José Abraham Martínez Maldonado Productor plástico y académico egresado de la Universidad Autónoma del Estado de México. Maestro en Humanidades. Su trabajo engloba la práctica artística, la escritura y la investigación, tiene trabajo publicado como ilustrador y escritor en revistas universitarias y privadas.
Se desempeña en la docencia del arte, las humanidades y el diseño desde 2008. Diseñador en instructor en los Diplomados en Historia del Arte en el CCU “Casa de las Diligencias” desde 2015. Premio Arte Abierto, Arte para todos, 2011. Becario FOCAEM, 2010. |
Post date: 2017-01-24 00:27:04 Post date GMT: 2017-01-24 06:27:04 Post modified date: 2017-01-24 00:27:04 Post modified date GMT: 2017-01-24 06:27:04 |
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