Luis Macias
Esta semana el periódico El Universal publica una entrevista con el secretario de Hacienda y Crédito Público, Luis Videgaray Caso.
Allí el funcionario dice que México se tendrá que preparar para “escenarios desfavorables”.
La expresión del secretario carece de eufemismos. Se trata de una advertencia económica y que sobre todo implica, como se ha dicho ya en diversas ocasiones, un rediseño general del presupuesto, a partir de una expectativa mucho menor de los ingresos del Estado.
En esa misma entrevista Videgaray dice que la administración federal tendrá que llevar a cabo una revisión integral de sus programas y cuestionarse la forma en la que estos puedan ser más eficientes.
Se pregunta: ¿Cuáles están funcionando y cuáles no? ¿Cuáles no cumplen con los objetivos para los que fueron diseñados? ¿Qué áreas del gobierno, qué dependencias están repitiendo el trabajo de otras? ¿Dónde están las duplicidades? ¿Dónde podemos hacer más con menos? ¿Cómo podemos gastar menos y gastar mejor?
Las dudas del secretario parecen una declaración de guerra en contra de la burocracia. Dice que será el gobierno quien se apriete el cinturón en este periodo de crisis, que no será de corto plazo y que podría despedir el sexenio bajo condiciones aún más apremiantes.
Como se sabe, los gobiernos federales, de los estados y de los municipios, suelen ser enormes aparatos administrativos.
Islas interminables de escritorios y teléfonos de personal que no necesariamente es requerido, funcional, necesario, eficiente o indispensable para el desarrollo del sector.
Está también la imagen clara de los sequitos interminables y absurdos que rondan a los alcaldes, a los gobernadores y al propio presidente. ¿Allí también habrá recortes?
El gobierno tiene diversos compromisos, pero seguramente, además de las pensiones, el pago de los salarios para educación, seguridad y salud, representan el eje fundamental del gobierno. Lo demás es burocracia.
Y esta burocracia no sólo se extiende a los aparatos centrales, sino también a los congresos, notablemente al Poder Judicial, al Ejército y similares, a las pocas paraestatales existentes y a más de un órgano descentralizado que difícilmente podría convencer de que no se trata de un elefante blanco.
Pero además de todo ello está la naturaleza de los salarios. El sector central tiende a ganar en demasía. Sin justificación y sin congruencia frente a los periodos de crisis.
La distancia que existe entre el salario de un profesor rural y lo que percibe el secretario de Educación, equivale a dos o tres generaciones. Inexplicable por demás.
Así, el fusil del secretario de Hacienda parece apuntar claramente a este segmento de beneficiarios que son la burocracia. ¿Pero estará dispuesto a cortarse una mano?
¿Habrá despidos? ¿Reducción de salarios? ¿Desaparición de áreas y programas? O ¿sólo se ajustará el gasto público con recortes monumentales a los programas sociales, cultura, deporte, ciencia e investigación y demás zonas de la administración tradicionalmente castigadas y sacrificadas?
A pesar de la crisis que llega, el secretario omite hablar directamente de las zonas propicias para estos recortes.
Parece que todo será un poco rasurado y afectado por ello, aunque existan sectores, como los electorales y los partidos políticos, que son una enorme burocracia, costosa, mercantil y superflua, a los que parece que no se les quietará un solo pelo, a pesar de que estas instituciones no le retornan a la sociedad los beneficios que de ella reciben.